La Biblioteca Pública de Newark

La biblioteca no era simplemente el lugar a donde uno tenía que ir en busca de los libros, sino una especie de riguroso refugio al que un muchacho de la ciudad iba de buen grado para recibir su lección de comedimiento y adiestrarse en el dominio de sí mismo. Y luego estaba la lección de orden, del que la misma enorme institución servía como instructora. ¡Qué confianza inspiraba, tanto en uno mismo como en los sistemas, descodificar primero la ficha del catálogo, luego avanzar por los pasillos y escaleras hacia las estanterías abiertas y, una vez allí, encontrar, exactamente donde se suponía que estaba, el libro deseado! Para un niño de diez años, descubrir que es capaz de orientarse entre decenas de millares de volúmenes hasta el que desea leer no carece de satisfacciones. Tampoco era moco de pavo llevar en el bolsillo el carnet de la biblioteca, pagar una multa, sentarte en un lugar desconocido, lejos de los padres y la escuela, y leer lo que quisieras en una atmósfera de anonimato y paz. Finalmente, llevar a casa, a través de la ciudad, e incluso de noche a la cama, un libro con un linaje local propio, un árbol genealógico de lectores de Newark a los que ahora se había añadido tu nombre.
 
Philip Roth: Lecturas de mí mismo. Barcelona: Mondadori, 2008, pág. 226. Trad. Jordi Fibla.


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